Norte de Argentina. El enemigo invisible.
- Javier Benítez
- 30 oct 2018
- 10 Min. de lectura

En la entrada anterior, Paul y yo habíamos llegado a Salta tras cruzar el paso Sico desde el norte de Chile. De eso hace ya un mes aproximadamente.
Nuestra idea era tomar la famosa y turística ruta 40 hacia el sur. La parte al norte desde Cafayate era ripio casi en su totalidad, por lo que tomamos la decisión de ir por la ruta 68 hasta dicho pueblo.

Los días se hacían cortos, los paisajes se tornaron verdes desde que entramos a Salta, a relativamente pocos kilómetros en comparación con las distancias de los últimos meses, encontrábamos un pueblo donde comprar y pedir agua. Asfalto en buenas condiciones y nos acostumbramos al zumbido de los coches y camiones que no tomaban ni medio metro para adelantar. Se podría decir que nuestra cara mostraba felicidad a todo aquel que nos saludaba deseando buena ruta.
Y era la verdad, el cambio de paisaje era algo que necesitábamos y después de tanto tiempo recorriendo rutas donde la principal preocupación era cuantos días íbamos a estar sin agua y sin pueblos donde abastecernos, hay que admitir que cada vez que entrábamos a una tienda, seguíamos comprando comida para varios días, nos costaba cambiar esa mentalidad de supervivencia y aprender a viajar más livianos.

Hasta Cafayate tardamos dos días, la ruta estaba rodeada de viñedos y bonitas estampas decoraban el horizonte. Entramos en la primavera así que los árboles y plantas se tiñen de colores y los bichitos tiñen de colores nuestras pieles, que al día siguiente se vuelven rojas y pican como si no hubiese un mañana.
Pasamos la primera noche en el pueblito casi abandonado de Alemania. Tras el calor que hizo durante todo el día, fue de agradecer un chapuzon en esas aguas, de las que tenías que salir y meterte de cabeza en la tienda si querías huir de los mosquitos y que al día siguiente aún te quedase algo de cuerpo sin agujerear.

A la mañana siguiente nos depertó una bonita banda sonora de graznidos, es algo que nos llamó bastante la atención. Toda la ruta estaba plagada de loros que iban poniendo melodía de fondo a los rincones que recorríamos. Me parecía curioso estar pedaleando por quebradas rocosas en las que no había una sola palmera o vegetación tropical - que sinceramente es donde yo me imaginaba ver a un loro - y encontrarte la montaña repleta de agujeros en la roca, donde estos animalitos formaban sus colonias.


Llegamos a Cafayate tras un día duro por la subida y el calor, fueron muchas horas pedaleando y mi retaguardia aún no se acostumbraba al asiento de Kamur. Paul entendió mi cara:
- Ok, creo que por hoy si quieres podemos dormir aquí, mañana podemos continuar.
- Gracias Paul, si decidías hacer un solo kilómetro más, me planteaba asesinarte y no dejar rastro.
Así fue como descubrimos los campings municipales. Ya sabéis que la manera de ahorrar dinero en este viaje que tan largo le parece a algunas personas, es pagar sólo por lo necesario, es decir, comida. Así es que en los países que ya suben sus costos toca dormir donde mejor nos parezca, siempre y cuando la cartera quede bien guardadita.

Pero por suerte, estamos en temporada baja y aunque en casi todos los pueblos del norte de Argentina hay un camping municipal, ahora mismo están cerrados o no cobran por el uso de sus instalaciones. Así fué como tuvimos refugio, electricidad, agua y ducha de manera gratuita.
Desde este turístico y vinícola pueblo nos adentraríamos en la famosa ruta 40. Esta ruta cruza el país de norte a sur con la friolera de 5194 kms de largo. Algunos la comparan con la ruta 66 y debe ser por eso que la gran mayoría de vehículos que nos adelantaban eran motoviajeros.

Los paisajes compenzaron de nuevo a cambiar, volviendose secos, áridos y monótonos. Las rutas volvían a ser largas y rectas, muy rectas. Mirábamos el mapa y parecia que lo habían dibujado con escuadra y cartabón, no podía ser una línea tan perfecta. Mirabas el horizonte en la mañana y sabías que esa iba a ser tu visión durante todo el día y posiblemente también durante el día siguiente. Por eso encontrar una simple sombra era un regalo enorme.
Pero había además un detalle que a nadie en todo el recorrido se le había ocurrido mencionar. Durante toda esta travesía tendríamos un nuevo compañero. La verdad es que es un compañero un tanto difícil de sobrellevar, algunos dicen que según el día puedes disfrutar con él, pero yo creo que es un mito. A nosotros siempre nos estaba fastidiando, le gustaba jugar como si fuésemos marionetas.
Lo conocimos una tarde después de comer y se pegaría a nosotros durante el recto del trayecto.
El reloj marcaba la una de la tarde, ya llevábamos horas en esa recta infinita y la vegetación no superaba el metro de altura por lo que la temperatura se hacía dificil de llevar. Me percaté de que bajo la carretera había una especie de túneles para canalizar el agua que obviamente estaban bastante secos, así que decidimos protegernos del sol y comer tranquilos. La mejor idea era descansar y salir cuando el sol no estuviese tan alto.
Al salir de nuestra guarida, el paisaje había cambiado por sorpresa, seguíamos en la misma recta, pero al fondo veíamos una nube de arena que a mi no me gustaba ni un pelo.

- No parece que esté en nuestra ruta.
- Paul, la carretera es recta y esa nube está justo donde acaba la recta.
- Tranquilo, todo se va a ser bien.-decía Paul con su acento alemán-.
En menos de un kilómetro nos percatámos de que la situación estaba complicada. Y aún se iba complicando más a cada metro de avance. Esa nube de arena venía empujada por un fuerte viento en contra que me recordaba a mi amada Tarifa. Si no fuese porque no había nada de agua, hubiese pensado que estaba allí, pues la arena picaba del mismo modo y el viento hacía imposible cada pedalada. Estaba tan fuerte que tras discutir la situación decidimos volver a nuestro bunker y pasar allí la noche.
Al día siguiente tras el ritual de desayuno y recogida de cachivaches, montamos las bicicletas y nos dispusimos a salir. Justo en ese momento, nuestro nuevo compañero decidió que era momento de jugar otra vez. De nuevo viento en contra durante todo el día.
Avanzas a la misma velocidad que cuando vas en una buena subida, pero además las rachas de viento te empujan dentro y fuera de la carretera, obligándote a estar atento a cada imprevisto. La música no se puede oir porque al colocarte los auriculares, el viento suena con más fuerza, si quitas un momento la mirada de la carretera, cuando vuelves a la ruta el viento te ha empujado a la cuneta y si cuando ves venir a un camión o autobús, contraes hasta el último músculo para evitar la embestida de aire que te llegará exactamente dos segundos después de que pase el vehículo.
Al acabar el día, estás mucho más exhausto de lo normal, además de tener un humor de perros.
Viendo que los días siempre eran igual y que el viento comenzaba a soplar a eso de las once o doce de la mañana, decidimos jugar nosotros con él también. Nos comenzamos a levantar de noche y a salir cuando el sol iluminaba con pereza el paisaje, de esa forma ganábamos unas horas de avance y cuando llegábamos al pueblo el viento estaba comenzando a soplar. Aprovechábamos el día entonces para leer, descansar, tocar algo de música y ya que estábamos en Argentina y hay barbacoas en todos sitios, porque no, a comer bien y degustar unos buenos asados.


De este modo los días fueron pasando de manera más llevadera y cuando nos dimos cuenta, Paul y yo teníamos que separarnos. Él ponía rumbo al paso San Francisco con la mente puesta en subir al nevado Ojos del Salado, yo en cambio, seguiría por la misma ruta para llegar a Santiago de Chile por el paso internacional de Los Libertadores.
Parece mentira que uno no se termine de acostumbrar a las despedidas. Se hace raro el día después cuando tienes que decidir donde pasar la noche solo, donde las comidas ya no se eligen entre dos, cuando todo vuelve a ser más solitario y además el viento te obliga a meditar durante muchas horas. Los dias se hacen más largos y los momentos duros aún más intensos, así que cansado de ese viento infernal que algunos llamaban sur, otros zonda, -mejor me guardo como lo llamaba yo, no vaya a ser que esto lo lea algun niño y no quiero influir en sus expresiones-, comencé a levantarme aún más temprano.
El reloj sonaba a las cinco de la mañana, el viento seguía dormido y mientras preparaba el desayuno, recogía todo en el más completo silencio como si tuviese miedo de despertarlo. Le empecé a tomar gusto a madrugar, podía pedalear a una temperatura perfecta, en la carretera no habia prácticamente nadie, por lo que avanzaba rápido y tranquilo y ver el amanecer en la ruta tenía un encanto especial.

Los días en que el viento se hacía el remolón, aprovechaba para avanzar y hacer rutas de más de 100 kms y cuando se despertaba con ganas de ponerlo complicado, paraba a la primera oportunidad y descansaba hasta el día siguiente.

De este modo conseguí adelantar mucho y en menos de un mes ya estaba cerca del siguiente paso fronterizo. Los libertadores aparecían en el mapa a dos días de camino desde el pueblo de Uspallata.
La mañana que emprendí la subida ya me avisaba de que estaba en uno de los pasos más fríos aunque no fuese uno de los más altos. Además, como no podía ser menos, mi gran enemigo invisible se decidió a ponermelo difícil desde bien temprano.
Este es uno de los pasos más transitados que comunican Chile y Argentina, circulando por sus carreteras más de 1300 camiones a diario. La ruta es de dos carriles y el arcén brilla por su ausencia, por lo que el casco, chaleco reflectante y mil ojos se hacían necesarios, teniendo incluso que salirte de la carretera en ocasiones para no fundirte con el asfalto.

Después de dos horas de subida luchando contra el innombrable, paré a descansar, justo parece que el viento se pone a favor y decido parar el descanso y aprovechar esta oportunidad. Pero todo es una ilusión, en la siguiente curva vuelve a ponerse de frente, incluso parece que más violento. Empuja hacia los lados poniendo en riesgo tanto a los conductores como a mi, por lo que decido ser prudente y hacer la subida a dedo.
Al poco para una pareja de médicos que van a un congreso con sus hijos y se ofrecen a llevarme. Aunque querían adelantarme hasta la frontera, yo prefería quedarme en Puente del Inca para afrontar la subida al día siguiente y realizar el paso a golpe de pedal.
Fué un acierto tomar esa decisión. Durante el trayecto en coche adelantamos a varios ciclistas que también luchaban contra el viento y que al igual que yo, decidían refugiarse hasta el día siguiente.
La conversación de los lugareños al vernos llegar siempre era la misma:
- Mejor que descanseis hoy aquí, normalmente empieza a soplar más tarde, pero hoy está más fuerte de lo normal y desde más temprano. No se cómo habeis aguantado para llegar.
Puente del Inca es una aldea pequeña a unos 15 kilómetros de la frontera. Poco a poco fueron llegando los compañeros que yo había adelantado con el coche y poco a poco fuimos haciendo del pequeño hostel La Vieja Estación, una pequeña casa del ciclista. Nos reunimos 8 ciclistas que agotados por el insufrible viento decidimos parar. Aunque la idea era acampar para ajustar un poco los gastos, Maty nos ofreció que durmiésemos todos dentro por casi el mismo precio.
Pasamos la noche compartiendo historias, riendo y cantando con Bruno, uno de los chicos que trabaja en la aldea.
- Tenemos un andaluz, una guitarra y un cajón, aquí tiene que sonar algo.
Y como aquí a un servidor ya sabéis que le encanta un cachondeo y que la poca vergënza que tengo se está quedando atrás con los kilómetros, junto con el desparpajo de Bruno y el ambiente oportuno, sonaron algunos que otros temas de la tierra junto con arranques de otros paises.
Italia, España, Ecuador, Suiza, Inglaterra y Argentina volvieron a unir los caminos de viajeros para pasar una noche memorable.

Al día siguiente salimos todos juntos para separarnos en breve debido a la diferencia de ritmos. Además, Marina, Carolina, Enmanuel y yo queríamos ir a ver el imponente Aconcagua antes de cruzar al próximo país.

La verdad es que tuvimos la suerte de ver asomar la cima más alta de América entre las nubes y la niebla, pero aunque el madrugón nos había librado de este aire cordillerano, atrasarnos para disfrutar de este coloso hizo que el clima cambiase de repente, nublandose, cayendo una fina capa de nieve y soplando nuevamente con fuerza. En puente del inca nos dijeron que nunca se podía nombrar, porque parecía que lo incitábamos a aparecer, pero siempre estaba presente aunque ni siquiera te atrevieses a pensar en el.

Los chicos del parque nos avisaron de que no era el mejor día para emprender la subida así que la opción nuevamente era solicitar ayuda a los conductores. Esta vez sin embargo no fue tan facil y tras tres horas de intento, volvimos a casa. Y es que hay lugares en los que tienes esa sensación nada más llegar.
- Hola Mati, ¿Bruno que tal?, ¿como vas Enma? Hemos decidido pasar otra noche jejeje.
- Ya sabíamos que estaba duro y que ibais a regresar jejeje, anda pasad.
Tortilla, alioli, tomatito rico y buena charla, no estuvo tan mal desistir.
Pero al día siguiente si que sí. No podíamos seguir más tiempo atrapados en un paso de relativa facilidad. Madrugamos aún más y aunque al poco de salir comenzó a soplar, nadie dijo nada, agachamos la cabeza, apretamos la musculatura y seguimos subiendo hasta llegar a la frontera.
Chile asomaba tras el túnel de los Libertadores con unas montañas nevadas que me quitaron el aliento. y lo mejor de todo, una bajada de 29 curvas que nos hacía descender 2500 metros en unos 40 kilómetros.

De nuevo calor, cambio de paisaje y alegría de finalmente haber conseguido nuestro objetivo. Cuando preparaba mi viaje, le enseñaba las fotos de esta bajada en zig zag a mi compañera.
. ¿Te imaginas cuando yo esté allí bajándola?


Compi, llegué, lo hice. Otro punto más conseguido. Poco a poco mi sueño a ido y va tomando forma.
A un día de llegar a Santiago, Pablo nos ofreció un hueco en su casa para descansar, pasando una agradable noche y sumando una persona más a la larga lista de gente que durante el camino pasa a formar parte de tu historia.

La entrada a Santiago hay que realizarla por autopista, totalmente prohibido el pedaleo y además peligroso. La única opción era sacar dedo hacia arriba y confiar de nuevo en la voluntad de la gente. Parece que en los últimos kilómetros este medio de transporte era el más conveniente.
Una pareja nos montó las tres bicis en la camioneta y al poco ya estábamos en la gran urbe. Caos de trafico, árboles de cemento y vidrio, sonidos que saturan nuestros oídos y luces que al cambiar de color guian tu ruta. Creo que pasar tanto tiempo en sitios recónditos y poco poblados, hacen que rodearnos de tantos estímulos nos haga sentirnos más pequeños e inseguros que en medio de un desierto inmenso.
Durante las próximas semanas Kamur descansará en el parking para bicicletas de la casa de Juan, donde imagino que comentará sus aventuras con sus compañeras de aparcamiento. Mis posaderas tendrán tambien el respiro que a grito andan pidiendo. Y es que Juan toma unos días en su trabajo y viene de visita y luego vienen dos grandes amigos, que forman parte de mi gran familia en España. Así que es tiempo de reencuentros y buena compañía.

Hasta la próxima compañeros de viaje...