San Pedro de Atrapama
- Javier Benítez
- 6 oct 2018
- 6 Min. de lectura


Tras todo lo acontecido en el salar boliviano, tomé un bus a la frontera con Chile y desde ahí volví a retomar la carretera. El camino hasta las dos fronteras que me acercaban a San Pedro de Atacama era de tierra y no me apetecía continuar sufriendo, así que quise facilitar un poco las cosas. Desde la frontera de Ollagüe y con un poco de frío, bien temprano en la mañana ya estaba en el siguiente país, Chile. El cambio era notorio, los rasgos de la gente, ese acento característico y las infraestucturas.
Estaba contento, mucho más tranquilo de lo que esperaba después del susto y ansioso de reencontrarme con un gran amigo que conocí viajando por Portugal.

La ruta hasta el principal pueblo del desierto más árido del mundo me llevo unos cinco días. Los primeros más planos aunque con muchísimo viento, me dejaron ver una cordillera plagada de volcanes, lagunas habitadas por flamencos y distancias eternas entre pueblos de dos calles.

Llegada la tarde y con el característico viento que sopla durante esta época del año, tocaba buscar un sitio donde poder cobijarme. Y entre un día y el siguiente lo típico de cada casa, cocinar, ordenar la habitación, asearse. Si al final aunque todos llameis a esto un viaje, yo considero que estoy viviendo en el extranjero, solo que mi casa se mueve unos cuantos kilómetros casi cada día.
El tercer día, despues de dormir en la laguna Inca Coya, comenzó la subida rumbo a los geíseres del Tatio, el tercer campo geotérmico más grande del mundo, situado a 4200 msnm. Me tomé la ruta con calma, seguía mi ritmo pues no había prisa, el sol castigaba durante la mañana y a la tarde lo hacía el viento. Y aunque es inimaginable, en algunos momentos aparecían algunos oasis donde pedir sombra aunque acabase invitado a carnero, empanadas y vino.

Los atardeceres y los cielos de las noches altiplánicas como siempre seguían sorprendiendo y descansar con la tranquilidad de que nadie te va a molestar allí donde decidas montar tu refugio esa noche, me hacía dormir como un bebé, sobresaltado solo a veces por el rebuzno de un burro salvaje o el olisquear curioso en la carpa de una vicuña o pequeño zorro del altiplano.

Durante esos días llegué al punto más alto que había pedaleado hasta el momento, 4700 msnm marcaba el altímetro del cuentakilómetros. Lo mejor de todo era que me sentía eufórico y con fuerzas para seguir subiendo, todo lo contrario a como me encontraba en los primeros días de viaje seis meses atrás. El cuerpo, mis pulmones y mi mente se estaban endureciendo.
Tras caminar empujando la bici por la nieve que bloqueaba el camino y algún que otro último sube y baja, llegué al campo geotérmico. Aún es invierno en el altiplano y los guardas del parque me ofrecieron dormir en una de sus habitaciones ya que aseguraban que la temperatura bajaba muchísimo allí arriba como para dormir en la tienda. No les faltaba razón, cuando me levanté, aún de noche para poder ver las fumarolas y los geiseres en su máximo explendor, el termómetro marcaba -6 grados dentro de la habitación. Por supuesto subí a ver el espectáculo en bici, adelantado por las minivans de turistas que llegaban desde San Pedro y que tenían preparado un desayuno caliente al lado de las explosiones de agua y vapor. Tras algunas fotos y tras entrar un poco en calor con los primeros rayos de sol, volví a por mis cosas y emprendí la bajada.


Cuando llegué a San Pedro, Juan justo terminaba de trabajar. Que alegría da cuando te reenncuentras con personas que parece que no vas a volver a ver en mucho tiempo, nunca hay que decir nunca. Sin embargo, desde que nos conocimos en un ameno viaje el septiembre del año pasado, nos hemos visto cuatro veces, en cuatro paises diferentes y en menos de un año. Y ahora tocaba en su tierra, en Chile, volviendo a celebrar las fiestas patrias pero esta vez en su casa y con los suyos. Abrazos, recordar anécdotas pasadas, una cerveza para celebrar el reencuentro y a descansar unas semanas en buena compañía para olvidar un poco el susto del salar.
Chile ya se sale de los precios andinos, así que para ahorrar un poco en el viaje durante las semanas que estaría en San Pedro, busqué un voluntariado. Tras varios días de búsqueda, caí en un buen lugar. El hostel Valle del desierto se convirtió en mi hogar durante un mes.
Voluntariar es otra de los métodos para viajar barato cuando pretendes estar algún tiempo en un lugar. Trabajas unas cinco horas al día a cambio de alojamiento, desayuno y almuerzo. Lo que no te avisan es de que además vas a tener buen rollo, nuevos amigos, vas a conocer a muchísima gente y te vas a reir un montón. Todo eso a cambio de hacer algunas camas, limpiar, reparar algunas cosas... pero siempre con humor y diversión. Además te queda tiempo libre para hacer escapadas, conocer el sitio y revivir aventuras con tus amigos.
Durante este mes salí con Juan a una escapada de unos días, volvimos a acampar, tomar nuestro vino obligatorio de la cena, disfrutar de rutas guiadas en las que apreciaba los conocimientos como guía de aventura que estaba adquieriendo Juan, asados, cenas entre amigos, alguna que otra buena fiesta de disfraces y aventuras también con mis compañeros de casa.




Pero como ya me avisaron al llegar, San Pedro podía atraparme durante un tiempo.
En una de las escapadas a la quebrada del diablo con Gabri, Carol y Alfi, pasó algo que sabíamos que podría ocurrir y que de nuevo me hizo pensar en desistir el viaje.

De regreso al hostel, paré a comprar comida y en dos minutos la Muchacha desapareció para el resto del viaje. En dos minutos pasamos de haber disfrutado una bonita tarde en el desierto a estar corriendo por el pueblo, avisando del robo de una bici, corriendo la voz entre todos los conocidos y lamentando no haber gastado dos segundos en candar la rueda, porque total, es entrar y salir, que va a pasar...
El ánimo cambió de nuevo por dos días, la moral por el suelo, cansado de pruebas.
Cuando comencé el viaje sabía que no iba a ser fácil, pero en el último mes todo estaba siendo mucho más difícil de lo esperado.
¿Merece la pena continuar?
¿Quién esta intentando ponermelo siempre tan difícil?
¿Todo lo que está pasando son señales que indican que no debo tensar más la cuerda?
No quiero seguir, estoy cansado.
Pero vine aquí a vivir una aventura, ¿no forma parte todo esto de esa aventura?
Tengo la cabeza echa un lío.
Suerte tuve de que todo ocurriese aquí, porque aunque quedó claro el apoyo que tuve desde la distancia, a veces hace falta una mano en la espalda, un buen achuchón o simplemente tener a alguien conocido cerca, que solo escuche o te acompañe mientras que ni siquiera quieres hablar. Y aquí estaba en casa, estaba en casa Manglares y estaba en casa Valle del desierto, si quizá me hubiese ocurrido en otro lugar, no estaría escribiendo esto, seguramente estaría de vuelta en España.
Durante esos días me tomé tiempo para pensar, decidí seguir disfrutando los días en buena compañía y ya todo iría fluyendo.

Y así fue, fueron apareciendo posibles compañeras de viaje que disparaban la ilusión de todos y la volvían a tirar al suelo cuando veíamos que no era la compañera adecuada.
Pero entre estos altibajos aparecieron Daniel y Evelyn, los chicos de Pelavidafora. Esta pareja viajó con sus dos perros desde Brasil hasta San Pedro y ahora regresaban a Brasil y vendían sus bicis.

Así es como Luna del mar, rebautizada como Kamur (luna en kunza), llegó a mis manos para continuar su viaje y el mío. Junto con Luis, el verde, que me ayudó también desde que llegué aquí, revisamos todo, fuimos a la ciudad a comprar los repuestos necesarios y al día siguiente montamos a mi nueva compañera.
Asado de despedida, acampada con amigos, visita a todos los que conocí en este mes y lo más duro de hacer amigos, las despedidas.

En cuestión de cuatro días estaba rodando con Paul rumbo a Paso Sico.
Una semana de viaje adaptándome a mi nueva máquina. Tras un mes y un sillín nuevo, mis posaderas piden a grito un nuevo descanso.

Volvimos a la altura con un leve dolor de cabeza y frío de nuevo. Regresamos a la montaña, comida básica, controlar la cantidad de agua, calcular cuanto podemos subir para no sufrir mal de altura... Volvíamos a la vida salvaje.

Y tras una semana llegamos a Salta, Argentina, un nuevo país. Estamos como locos de volver a ver verde tras meses de estancia en el altiplano donde las vistas son secas, sin vegetación, con poca vida. Y de repente, en dos días estamos rodeados de gente, civilizacion de nuevo y lo que más hemos disfrutado, montones de supermercados con comida diferente que nos saca de la avena, el arroz y la pasta.
Dos días de descanso en la ciudad y volvemos al camino para tomar la ruta 40, una de las más famosas y bonitas rutas que recorre Argentina de norte a sur.
Continuaré adaptándome a Kamur y ella a mí, por un paisaje creemos que diferente, al menos en el mapa salen ríos y zonas verdes, pero como todo en esta vida, lo que viene es una sorpresa. Ya os iré contando compañeros.
