La aventura de aprender
- Javier Benítez
- 25 jul 2018
- 6 Min. de lectura

Desde que era pequeño siempre tuve claro que quería dedicarme a ayudar a los demás, por mi cabeza pasaron muchas profesiones, pero por una u otra razón las iba descartando, hasta que finalmente me decidí por la fisioterapia.
Ser fisioterapeuta es muy gratificante bajo mi punto de vista, ya que en la mayoría de los casos solo necesitas de tus conocimientos y tus manos para hacer que las personas se encuentren más aliviadas de sus dolencias.
Un “gracias, me encuentro mucho mejor”, “benditas manos”, “me has cambiado la vida”, son agradecimientos que te hacen sentirte bien y te hacen darte cuenta que de verdad estas ayudando a los demás, que estás cumpliendo uno de tus objetivos en la vida. Pero sin lugar a dudas el agradecimiento que más me llena, es la sonrisa de un niño, su abrazo, o un “te voy a echar de menos”. Porque los niños son sinceros, dicen lo que sienten sin pudor, sin pensar si la verdad puede hacer daño o no, simplemente dicen lo que piensan y por eso una sonrisa cuando te ven o un “aiiins” mientras te aprietan el cuello, hacen que un día malo se te olvide por un rato.
Cuando me decidí a dejarlo todo por un tiempo, a regalarme un descanso mental, a lanzarme a cumplir otro de mis sueños, tampoco quería dejar de lado esa parte de mi vida, la de ayudar en lo posible a los que lo necesitan. Así que al mismo tiempo que planeaba mi viaje, recordé que unos años atrás ibamos a venir a Perú a hacer un voluntariado. Esa vez no pudo ser, pero ahora era el momento. Ya no se estaba organizando como la otra vez, pero esos niños seguían aquí. Busqué a la persona que en aquellos años organizó todo y le conté mi idea. “Quiero valorar los problemas de los niños y ya que no disponen de medios para ir al fisio, quiero enseñar a los padres a que realicen sus tratamientos en casa.” No hizo falta más. Ellos se dispusieron a buscar los niños y explicarles todo y esperarían a que yo me acercase con la Muchacha para que empezasemos a trabajar.
Desde que comencé el viaje en Ecuador hablábamos cada ciertas semanas para ver como se estaba preparando todo y en que fecha aproximada llegaría, ya que kilómetro a kilómetro, no podía especificar el día que empezaría.
Finalmente, a primeros de Junio llegué a San Vicente de Cañete. Se había programado la atencíon de 60 niños, así que esa misma tarde con Mituska me desplacé a Lunahuaná, el primer distrito donde atendería. La familia de Ángel, uno de los niños, se ofreció a darme alojamiento y comida y dispuso su casa para que realizasemos el trabajo. Una colchoneta en el suelo y unas sillas, no disponíamos de nada más. Me ofrecieron conseguir más materiales, pero necesitaba enseñar a las familias con los medios que ellos iban a tener en su casa. Y aunque allí en España puede ser fácil conseguir un pelota de tratamiento, aquí la cosas se complican un poco, por lo que trabajaríamos con lo estrictamente necesario.

La acogida por parte de la gente fue impresionante, admitían que esperaban a alguien más mayor, pero finalmente al ver que las nuevas técnicas y métodos tenían sentido y facilitaban sus actividades diarias, se relajaban y no quitaban atención a todo lo que les explicaba. Por mi parte no tardé en darme cuenta de que el trabajo iba a ser algo más complejo de lo que pensaba. Los medios de los que disponían las familias, la falta de información, desconocimiento y en algunos casos falta de interés, iban a complicar mucho las cosas.
Lunahuaná fue en cierto modo una toma de contacto. A partir de ahí pudimos organizarnos algo mejor y solucionar dudas y muy agradecido por el trato de la familia de Ángel, mudamos la atención al distrito de Quilmaná. Una semana estuve trabajando en esta zona, Consuelo me ofreció su casa y la familia de Pedrito se encargó de la alimentación. Pedrito, Carlos, Angelina, muchos son los nombres y muchas las familias que poco a poco iban viniendo. Lo más duro de todo no estaba siendo el estar desde el amanecer hasta el anochecer trabajando, sino el hecho de valorar, tratar y adaptar cada uno de los casos a su situación personal concreta. Además no hay que olvidar que estamos en un país diferente, con culturas diferentes, normas diferentes y formas diferentes. Los que me conocen saben que soy un poco exigente con los horarios, pues aquí he tenido que aprender que hay dos relojes, el de verdad y el que marca la hora peruana. Ya me acostumbré a los retrasos, a las llegadas en días que no eran los suyos y a las inasistencias sin ni siquiera un aviso.


Pasan ya casi dos semanas de intenso trabajo y volvemos a mudarnos al distrito de San Luis. Cecilia y sus dos compañeras me brindaron su espacio y su compañía durante los escasos cuatro días que pasé en este lugar, el apoyo fue magnífico y la compañía inmejorable. Los vecinos que se iban enterando que había llegado un “doctor”de España (como ellos me decían ante mi insistencia en corregir el término por el de fisio), iban apareciendo a preguntar si ellos también podrían recibir la valoración de sus hijos, en algunos casos simplemente por un resfriado. Lo que más me dolía en esos casos no era el no poder atenderlos, sino que la gente te dijese, “ es que como no tenemos dinero, los médicos no nos hacen caso”, la impotencia era máxima al no saber como poder solucionar ese problema o no tener conocimiento de a quién dirigirme a poner los puntos sobres la ies y aclarar ciertos aspectos sobre educación, humanidad y empatía.

Finalmente, donde más tiempo pasé fue en San Vicente de Cañete, con una familia que me trató como si fuese uno más de ellos, a la que nunca podré agradecer toda la ayuda. Cada vez que la gente me daba las gracias me decían, “doctorcito, que Dios le bendiga porque no hay mucha gente buena como usted que venga a acordarse de nosotros” y están muy muy equivocados, yo solo he sido la cara de este trabajo. No hubiese sido posible que yo hubiese venido aquí sin que el resto de gente hubiese hecho la parte gorda. Desde España hasta Perú, el padre Ángel, Mituska, Mariano, el padre Vicente, los padres de los niños, las asociaciones, todos los que han aportado algo a este proyecto que un día pensó en realizarse. Todos ellos llevan años ayudando de manera voluntaria y no suenan tanto porque no han hecho miles de kilómetros para venir hasta aquí, lo hacen desde su casa, en sus ratos libres, dejando de lado a sus familias durante unas horas para ir a preocuparse por las familias de otros. Esa ha sido la otra cara de este voluntariado, una cara que como ven todos los días, no suena igual que si viene un fisio de España, pero desde mi punto de vista, más importante, ya que son los que están ahí a diario.

Como decía antes, Mituska y su familia me dieron su casa desde el primer momento, sin pedir nada a cambio, solo con la intención de que estos niños tengan una mejor calidad de vida. Siempre recordaré esa sopa seca, el mejor ceviche que he probado en Perú, la sonrisilla de Dalesca y las charlas que se alargaban horas mientras cenábamos tras el día de trabajo.

Después de tres intensas semanas de trabajo, el proyecto que se había iniciado hacía seis meses, llegaba a su fin. Me marchaba de San Vicente con pena por dejar a la gente con la que estube, pero contento de haber podido ayudar, enseñar y cambiar la forma de pensar y actuar de muchas familias. Mi único deseo después de todo esto es que sigan los consejos que les dimos y todo el esfuerzo de todo el mundo tenga su recompensa.
Aún con pena, después de más de un mes sin moverme con la Muchacha, estaba ilusionado por continuar el viaje. Regresé a Lima a comprar material para el frio del invierno que me esperaba en el altiplano y de ahí tomé un autobús que me llevaría a Cusco, capital del imperio inca. No os adelanto más, en la próxima os explico como continúa todo.
Si después de leer esto, alguien quiere informarse algo más de donde nació esta idea de ayudar a estos niños o quiere colaborar de alguna manera, se puede dirigir a la web de www.apadrinarenperu.com